5.9.10

Sihdartha.

Él ahora era todo oídos, se hallaba totalmente inmerso en esa sensación, totalmente vacío y dispuesto a asimilar, consciente de que esta vez por fin, había aprendido el arte de escuchar. Aunque muchas veces hubiera escuchado todo aquello, esa infinidad de voces del río, esta vez le parecieron nuevas. Pronto no pudo distinguir más aquellas voces, las alegres de las llorosas, las infantiles de las varoniles; todas se le confundían y entremezclaban, los lamentos del deseo y la risa del sabio, los gritos de cólera y los estertores de los moribundos, todo se hacía uno, se entretejía y anulaba en mil diversos modos. Y todo ese conjunto, todas las voces, todas las metas, todos los deseos, todos los sufrimientos, todos los placeres, todo el bien y todo el mal, todo eso junto era el mundo. Todo eso junto formaba el río del devenir, era la música de la vida. Y cuando él escuchaba atentamente ese río, aquel canto orquestado por miles de voces, cuando no escuchaba los lamentos ni las risas, cuando no ataba su alma a una de esas voces ni se introducía en ella con su propio YO, sino que las oía todas, entonces la gran canción de las mil voces se reducía a una palabra, a una sola, y esta palabra era: Om, la Perfección.

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