24.7.10

Nueva etapa.

Entonces escuché el grito ahogado de mi padre. Sentí su tristeza en sus ojos llorosos, me cogió, me abrazó, y con el corazón dijimos adiós a mi madre para siempre.
Mi padre siempre creió que ella murió por mi culpa. Estaba muy enferma, los médicos nos advirtieron que no habían muchas posibilidades. Fuí a visitarla al hospital, y me suplicó que le desconectara de las máquinas que aguantaban su débil y casi inexistente vida. No podía hacerlo, era la mujer que me había dado la vida, que me defendió siempre, que me apoyó en los momentos de intensas caidas, no podía robarle la vida, y llevar en mi conciencia ese peso tan fuerte, pero me lo suplicó, me lo rogó, y si ese era su último deseo, tenía que hacerlo.
La miraba, y mientras sentía que mi corazón se estrechaba, que mis lágrimas caían por mis mejillas, que mi pulso temblaba, le dí un beso en la frente a la persona que me dió la vida, le dige adiós, y cuando estaba decidcido a apagar la máquina que mantenía a mi madre, apareció él por la puerta, me vió, y chilló para que no lo hiciera, se acercó a mí, y en ese preciso instante, la apagué.
Tenía dieciseis años, viviendo solo con esa persona que, a día de hoy, todavía siente rencor, que vive maldiciéndome cada segundo de su vida por acabar con la vida de la mujer que amaba.
Y yo, que ingenuo al pensar que mi padre me perdonaría algún día, que torpe fuí al intentar entablar una coversación con él...
La convivencia con aquel hombre se hacia cada día más insoportable, habían pasado dos años desde la tragedia, y él seguía sin dirijirme apenas una mísera mirada. No tengo las suficientes palabras para expresar todos los sentimientos que sentía; odio, frustración, miedo, arrepentimiento, tristeza...
Me fuí de casa. No soportaba más aquella tensión, aquel ambiente en el que ya no era mi hogar, aquel donde me había criado, donde pasé mi infancia, donde jugaba con mi madre en el jardín...
Cuanto hechaba de menos a aquel ángel, a aquella mujer que tanto añoraba. A pesar del tiempo que había pasado, se me hacía insufrible pensar que no volvería a verla.
Me pasé aquella noche en concreto sin dormir, pensando en el hombre que me había rechazado como su hijo, y llegué a la conclusión de que ya habíamos llevado esto demasiado lejos, que, era como una ofensa hacía la persona que más queríamos, así que a la mañana siguiente me presente en su casa.
Al abrir la puerta se quedó perplejo, la última persona que se imaginaba en el rellano se du casa, era yo. Pero había ido con el fín de hablar, y no pensaba irme sin haberlo echo, así que cogí aire, y en el momento en que me disponía a hablar, salieron de su boca, unas palabras que acabaron con nuestra relación para siempre:
-Fuera de aquí, no tienes derecho a venir, esta no es tu casa, yo no soy tu padre, ¿me oies? No lo soy, así que por favor, te agradecería que te marcharas de aquí.
Y cerró la puerta. La cerró para siempre y no volví a saber más de él, ni que fué de su vida, ni que hizo con su trabajo. Algunos me comentaron que se fué a vivir a un país extrangero, otros, que no salía nunca de su casa, otros me dijeron que de vez en cuando se lo cruzaban por la calle y que no se le reconocía, que vivía solo, en la bohemia, que empezaba a delirar...
Años después, murió a causa de la tristeza.
Sí, la tristeza hizo que dejara de comer, que dejara de cuidarse, de tomarse sus medicaciones para la depresión, de sentirse vivo, y un día, apareció muerto en el salón de su casa, aquella en la que me había criado y ese miserable no me había dejado entrar años después.
Antes de morir escribió una carta que la encontraron es su mano, esa carta, iba dedicada hacia mí, y decia en ella:
Después de tantos años, sé que esto ahora, puede que no tenga ningún sentido, pero, solo quería pedirte disculpas por todo este tiempo de silencio, por todo lo malo que te he hecho pasar, por todos los sentimientos de culpabilidad que hice que sintieras, y, por todo en general. Yo nunca me perdoné a mi mismo hacertelo pasar mal los primeros meses, y por eso no sentí el valor suficiente para mirarte a la cara una sola vez más, para abrazarte y compartir esa tristeza, para intentar salir los dos juntos de ella, y para poder empezar nuestra vida desde cero. Sentía que era demasiado irreal. Hijo mío, espero que algún día me consigas perdonar.
Cuando acabé de leerla pensé: que mamonazo! Pero me sentía bien, alegre, sentía un sentimiento de libertad, imposible de describir, me había perdonado, mi padre, me había perdonado. Con una sonrisa en la cara, salí de aquella casa, tiré esa carta a la primera papelera que ví, y empecé a caminar.
No sabía cual era mi destino, que haría en la proxima hora, donde estaría al día siguiente, que sería dentro de mí en un año. No lo sabía, ni me importaba, simplemente caminé, solo con una cosa en mente; una nueva etapa de mi vida había empezado hacía 3 minutos.

16.7.10

Señor maldad.

Hace ya cuatro años que vivo sin ti,
cuando te fuiste no sabía como vivir,
tú, mama, has sido para mí,
lo que cualquier hija puede ser para ti.
Cuando aquel miserable te quitó la vida
no pude evitar mirarlo con mi retina,
nunca podré sacar de mi cabeza
como se fue tu vida, encima mía.
Te he echado tanto de menos…
Por las noches, cuando me contabas cuentos,
por el día, cuando me arropabas malita,
siempre, cuando te sentía.
A veces te encuentro dentro de mis sueños,
a veces pienso que esto no es real,
que solo es una pesadilla de la que debo escapar,
que solo es un juego sucio del señor de la maldad.
He vivido todos estos años
sin una madre a mi lado,
me separaron de ella para siempre,
más, vengaré, por supuesto, su muerte.
Mi padre le pegaba, le escupía y le chillaba,
llegaba borracho a casa y no sabía donde estaba,
ella sufría en silencio con aquella esperanza,
aquellos ojos grises que solo lloraban.
Ella no podía más, quería descansar,
quería vivir libre sin tener que llorar,
más un día que se vio con fuerzas para caminar,
fue al juzgado y pidió su libertad.
Cuando llegó la bestia, armó la de Dios,
yo le agarraba del brazo: déjala, por favor!
pero el era más fuerte
y contra la pared me estampó.
Aquel día, mi madre murió,
por una babosa que le acuchilló el corazón.
le quitó la vida porque sabía que ya no era suya,
le quitó la vida por celos e ira.
Le busco por las calles,
llevo odio en mi interior,
cuando encuentre a ese hombre,
suplicará por el dolor.
Le causaré agonía y asfixia,
le mantendré desangrándose sin piedad,
le quitaré toda esperanza,
le mataré como hizo el con mi alma.

Una simple salida.

Era una noche de viento, cuando tocaron a la puerta. Era una niña. De unos diez años, con el pelo largo, sus ojos parecían el océano entero, unos ojos azules claritos que te hipnotizaban al instante. Estaba fatigada, y vestía un camisón largo blanco con manchas de quemaduras.
No tenía expresión alguna en la cara, no hablaba y apenas parpadeaba. Le pregunté quien era, que hacía a altas horas de la noche así, y sola por la calle. Su respuesta fue el silencio. La entré en mi casa, le ofrecí comida, pero no la tocó. La duché y vi en su cuerpo moratones, marcas de alguna clase de cable, cuerda… Vi arañazos y heridas. Le pregunté quien le había echo eso, y me chilló unas palabras que no olvidaré nunca: ‘’tienes que aprender a callar o de lo contrario morirás’’.
Cuando escuché esa frase saliendo de la boquita de la niña, me horroricé, se me puso el corazón en un puño y pensé que al día siguiente llamaría la policía.
A la mañana siguiente, no quiso desayunar, estaba en los huesos, así que le obligué a comerse un yogurt y a continuación, lo devolvió. Lo limpié y llamé a la policía. Cuando vinieron, le hicieron las mismas preguntas que le había echo yo, y su respuesta fue la misma; el silencio y aquella frase por la que no pude dormir. Se la llevaron al hospital para revisarle los hematomas, y no hacia más que chillar mi nombre. Se puso a llorar, así que la acompañé. Estuvo en médicos un par de días, yo siempre a su lado. Preguntaba a la policía por sus padres, pero la contestación era siempre la misma, y estaba cansada, quería que la niña tuviera sus padres, que fuera feliz, porque los necesitaba más que a mí, así que investigué por mi cuenta, y cuando descubrí lo que había sucedido, no me lo pude creer. No era consciente de lo que verdaderamente había pasado.
Le conté a los que llevaban el caso de la niña, que sus padres le maltrataban, que siempre le pegaban, no le daban apenas de comer, que hablaban de que era un error, que la querían matar, que no la soportaban. Los vecinos lo oían continuamente, y la niña no lo soportó más. Diez años así, eran suficientes, si no hubiera tomado aquella decisión, seguramente estaría muerta, así que mientras ellos dormían, ella entró en su habitación, y quemó las cortinas para que se quemaran ellos. Salió del cuarto y cerró con pestillo la puerta. Se fue de su casa corriendo, y acudió a la mía. Les dije la dirección, y, cuando fueron a comprobarlo, mitad de la casa y parte de la otra estaban en cenizas. Más tarde encontraron a los cadáveres.
Le preguntaron a la niña que pasó aquella noche, a lo que ella contestó: ‘’tienes que aprender a callar o de lo contrario morirás’’.
La llevaron a un centro de menores, porque nadie de su familia quería saber nada de ella. Estuvo varios días con los psicólogos, intentando que la pequeña reaccionara, intentando convencerla de que todo había acabado, intentando que saliera de su boca, alguna otra palabra que no fuera ni la frase, ni mi nombre, y todos esos intentos, siempre eran fallidos.
No sabíamos que hacer, que decirle, lo intentamos todo y sin ningún resultado.
Estuvimos así días, semanas, o incluso meses. Ella seguía en el centro, pero los fines de semana me la llevaba a mi casa, y entre semana, iba a verla, con a esperanza de que hablara, aunque la noticia de que no había ninguna mejoría, siempre me daba la bienvenida.
Había empezado a comer algo más. Ganó algunos quilos que le sentaron muy bien, su cara fue cogiendo color, sus mejillas enrojeciendo, y sus ojos, ya no reflejaban tristeza, aquella tristeza que aparte de la belleza que vi en ellos, me impactaron.
Una mañana de diciembre, fui a comprarle un vestido precioso que había visto en una tienda, y pensé que con su pelo negro recogido en una trenza, le quedaría genial.
Cuando acudí al centro a llevárselo, antes de ir a verla, estuve hablando con los educadores acerca de su comportamiento. Las noticias, aunque en parte seguían igual, me dijeron que ya no se encerraba sola en la habitación y no salía para nada, que hace un par de días, separó a unos compañeros que se estaban pegando…
Mientras me lo decían, la estábamos observando. Era la hora de comer y les traían la bandeja con los alimentos, pero la persona que lo tenía que traer, resbaló, se le cayeron todas las bandejas, y él fue al suelo detrás de ellas. Todos los niños se pusieron a reír. Pero yo solo me fijé en una. Una niña a la que seguía desde hace algunos meses. Una niña en el que todo este tiempo no había casi abierto la boca. Una niña, que ahora reía al mismo compás que los demás, que nos brindaba con una sonrisa de oreja a oreja. La primera sonrisa que salía de su boca.
Fui corriendo a abrazarla, la cogí por los aires y le besé, me respondió igual.
Decidimos que ya era hora de continuar con el caso que dejamos a medias. Le hicieron preguntas que ella estuvo encantada de contestar, siempre dedicándome una mirada acompañada de una sonrisa, a cada palabra que decía.
Se expresaba con total fluidez, era increíble ver a una niña de once años hablar de aquella manera.
Cuando todo acabó, hice todo lo que pude para acogerla en mi casa. La quería demasiado, la consideraba mi propia hija y no iba a dejarla en un centro de menores hasta que cumpliera los dieciocho años. No, quería que tuviera una vida medianamente normal. Una vida empezada desde cero.
Una vez en casa, le pregunté a Sofía porqué hizo aquello, porqué reaccionó de aquella manera, y me contestó:
Solo buscaba una simple salida.