16.7.10

Una simple salida.

Era una noche de viento, cuando tocaron a la puerta. Era una niña. De unos diez años, con el pelo largo, sus ojos parecían el océano entero, unos ojos azules claritos que te hipnotizaban al instante. Estaba fatigada, y vestía un camisón largo blanco con manchas de quemaduras.
No tenía expresión alguna en la cara, no hablaba y apenas parpadeaba. Le pregunté quien era, que hacía a altas horas de la noche así, y sola por la calle. Su respuesta fue el silencio. La entré en mi casa, le ofrecí comida, pero no la tocó. La duché y vi en su cuerpo moratones, marcas de alguna clase de cable, cuerda… Vi arañazos y heridas. Le pregunté quien le había echo eso, y me chilló unas palabras que no olvidaré nunca: ‘’tienes que aprender a callar o de lo contrario morirás’’.
Cuando escuché esa frase saliendo de la boquita de la niña, me horroricé, se me puso el corazón en un puño y pensé que al día siguiente llamaría la policía.
A la mañana siguiente, no quiso desayunar, estaba en los huesos, así que le obligué a comerse un yogurt y a continuación, lo devolvió. Lo limpié y llamé a la policía. Cuando vinieron, le hicieron las mismas preguntas que le había echo yo, y su respuesta fue la misma; el silencio y aquella frase por la que no pude dormir. Se la llevaron al hospital para revisarle los hematomas, y no hacia más que chillar mi nombre. Se puso a llorar, así que la acompañé. Estuvo en médicos un par de días, yo siempre a su lado. Preguntaba a la policía por sus padres, pero la contestación era siempre la misma, y estaba cansada, quería que la niña tuviera sus padres, que fuera feliz, porque los necesitaba más que a mí, así que investigué por mi cuenta, y cuando descubrí lo que había sucedido, no me lo pude creer. No era consciente de lo que verdaderamente había pasado.
Le conté a los que llevaban el caso de la niña, que sus padres le maltrataban, que siempre le pegaban, no le daban apenas de comer, que hablaban de que era un error, que la querían matar, que no la soportaban. Los vecinos lo oían continuamente, y la niña no lo soportó más. Diez años así, eran suficientes, si no hubiera tomado aquella decisión, seguramente estaría muerta, así que mientras ellos dormían, ella entró en su habitación, y quemó las cortinas para que se quemaran ellos. Salió del cuarto y cerró con pestillo la puerta. Se fue de su casa corriendo, y acudió a la mía. Les dije la dirección, y, cuando fueron a comprobarlo, mitad de la casa y parte de la otra estaban en cenizas. Más tarde encontraron a los cadáveres.
Le preguntaron a la niña que pasó aquella noche, a lo que ella contestó: ‘’tienes que aprender a callar o de lo contrario morirás’’.
La llevaron a un centro de menores, porque nadie de su familia quería saber nada de ella. Estuvo varios días con los psicólogos, intentando que la pequeña reaccionara, intentando convencerla de que todo había acabado, intentando que saliera de su boca, alguna otra palabra que no fuera ni la frase, ni mi nombre, y todos esos intentos, siempre eran fallidos.
No sabíamos que hacer, que decirle, lo intentamos todo y sin ningún resultado.
Estuvimos así días, semanas, o incluso meses. Ella seguía en el centro, pero los fines de semana me la llevaba a mi casa, y entre semana, iba a verla, con a esperanza de que hablara, aunque la noticia de que no había ninguna mejoría, siempre me daba la bienvenida.
Había empezado a comer algo más. Ganó algunos quilos que le sentaron muy bien, su cara fue cogiendo color, sus mejillas enrojeciendo, y sus ojos, ya no reflejaban tristeza, aquella tristeza que aparte de la belleza que vi en ellos, me impactaron.
Una mañana de diciembre, fui a comprarle un vestido precioso que había visto en una tienda, y pensé que con su pelo negro recogido en una trenza, le quedaría genial.
Cuando acudí al centro a llevárselo, antes de ir a verla, estuve hablando con los educadores acerca de su comportamiento. Las noticias, aunque en parte seguían igual, me dijeron que ya no se encerraba sola en la habitación y no salía para nada, que hace un par de días, separó a unos compañeros que se estaban pegando…
Mientras me lo decían, la estábamos observando. Era la hora de comer y les traían la bandeja con los alimentos, pero la persona que lo tenía que traer, resbaló, se le cayeron todas las bandejas, y él fue al suelo detrás de ellas. Todos los niños se pusieron a reír. Pero yo solo me fijé en una. Una niña a la que seguía desde hace algunos meses. Una niña en el que todo este tiempo no había casi abierto la boca. Una niña, que ahora reía al mismo compás que los demás, que nos brindaba con una sonrisa de oreja a oreja. La primera sonrisa que salía de su boca.
Fui corriendo a abrazarla, la cogí por los aires y le besé, me respondió igual.
Decidimos que ya era hora de continuar con el caso que dejamos a medias. Le hicieron preguntas que ella estuvo encantada de contestar, siempre dedicándome una mirada acompañada de una sonrisa, a cada palabra que decía.
Se expresaba con total fluidez, era increíble ver a una niña de once años hablar de aquella manera.
Cuando todo acabó, hice todo lo que pude para acogerla en mi casa. La quería demasiado, la consideraba mi propia hija y no iba a dejarla en un centro de menores hasta que cumpliera los dieciocho años. No, quería que tuviera una vida medianamente normal. Una vida empezada desde cero.
Una vez en casa, le pregunté a Sofía porqué hizo aquello, porqué reaccionó de aquella manera, y me contestó:
Solo buscaba una simple salida.

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